Acerca de la imposibilidad de traducir

No hay traducciones sino una teratológica multitud de inmigrantes, cuyos rostros, cuyos acentos, mantienen todavía el aire original, pero cuya manera de vestir y de hablar imita grotescamente la manera del país que los recibió. Tal como ese Raskólnikov que sabíamos leer hace muchos años en las versiones de Maucci que parecía deambular -mejor dicho, discurrir- por la Puerta del Sol, rodeado de golfillos señoritingos, murmurando palabras tan increíble como psicolabis y tentempié.
Lo que es inevitable, porque la lengua viva de un pueblo está entrañablemente enlazada a su historia, a sus montañas, a sus arboles, a su tierra y a su cielo. Y las palabras tienen el color y el olor de la tierra en que se formaron. Raskólnikov toma té en su patria, pero su doble español toma un té con olor a chocolate. El lenguaje de la vida, equívoco, oblicuo e insinuante, está adherido al paisaje como una sonrisa al rostro que la sostiene. Trasladar un texto literario a otro idioma es empresa tan melancólicamente ineficaz como la de esos millonarios americanos que imaginan poder traerse lo viejos fantasmas de un castillo escosés reconstruyendo el castillo en Wisconsin.

Las únicas traducciones rigurosamente posibles son las de la ciencia, porque sus expresiones son lógicas y sus palabras unívocas. La proposicion "el calor dilata los cuerpos" puede ser trasladada a cualquier idioma sin que su espíritu pierda un ápice de su sentido.
En cambio, las traducciones literarias son una temblorosa tentativa de interpretar un mensaje de signos equívocos mediante otro conjunto de signos equívocos.
Así como una misma nota musical cobra distinto timbre en diferentes instrumentos, la misma palabra producirá distintas resonancias al pasar de una lengua a otra. Decimos vaso en francés, y al pronunciar verre ya está sonando su primera armónica: vidrio y, como consecuencia, ya nos llegan lejanas resonancias de fragilidad, de transparencia, de sonoridad. Ninguna de estas armónicas superiores subsiste en castellano, mientras aparecen otras que confieren diferente timbre a la palabra traducida. La fidelidad a la nota fundamental habrá implicado así infidelidad a las resonancias, y a los sutiles estremecimientos que un buen escritor logra provocar con esas resonancias.
Esas armónicas pueden tener origen en la etimología, en la historia de un pueblo, en sus clásicos, en la psicología de sus gentes, en sus leyendas, en sus sangrientas luchas fratricidas: todo único e intransferible. La palabra ceibo no tiene las mismas sugerencias para un francés que para nosotros.
Más que nacional, el lenguaje es en última instancia individual. El formidable y casi desesperanzado problema del artista es el de trascender su subjetividad mediante sus voces, sus desesperados murmullos, sus equívocos signos. Y lo increíble es que lo logra.