Como estar con Fangio
Por Alfredo Parga


  Visitar el museo del quíntuple campeón mundial es contemplar sus coches, sus trofeos y su formidable historia, que se nutre de distancias interminables, de dignidad y de mucho sacrificio.

  Están sus autos. Están sus copas del mundo, sus infinitos trofeos y mil recuerdos que lo unen al automovilismo de la más pura competición. Está el simple boato campesino que lo recuerda con la humildad que tiene la grandeza. Y el conmovedor testimonio de sus pares; los de su tiempo, los de los tiempos nuevos. Y como remate, en lo más alto, una de sus Flechas de Plata ("El auto más perfecto que manejé alguna vez".)
  Paradójicamente, aunque usted no lo vea, Juan Manuel Fangio lo acompañará permanentemente después de vivir el primer asombro frente a la imponente reproducción de 14 metros que lo recibe, perpetuando el momento de su triunfo en el Nurburg de 1955. En la casa grande de Balcarce se ordenan, en transformación constante, las vivencias del hombre más respetado de la velocidad en todo el mundo.
  ¿Quién fue Fangio? ¿Qué fue? ¿Un superdotado? ¿Un pícaro intuitivo o un adelantado a su época y su tiempo? ¿Acaso fue un superhombre?
  Se trata de una historia sin igual, que arranca en medio de una borrasca de lluvia y frío que envuelve el silencio provinciano de un pueblo chico como era aquel Balcarce de 1911 y que concluirá 84 años más tarde, en medio del silencio de una madrugada porteña, cuando sobre Buenos Aires se desplomaba una velada distinta desde el momento en que se apagaba definitivamente la luz de la habitación 207 del Sanatorio Mater Dei.
  Una guía que todavía no está escrita podría aconsejar al visitante que para transitar por su museo sería ideal atravesar primero el Camino de la Gloria haciendo memoria y asombrándose con una trayectoria de permanente entrega. Allí, sobre el piso del hall de recepción, se ordenan fechas y lugares. Un inventario que orienta a los jóvenes para que conozcan cada una de las 79 grandes batallas que el deportista ganó en todas partes del mundo, durante 19 años.
PARA ELEGIR
  A la hora de medir la proyección del Museo Fangio con otros centros similares de educación deportiva del mundo, surgen nombres caros para la memoria de los aficionados exigentes. Entre otros, Donington, Stuttgart o Lucerna resultan parámetros para analizar y medir lo que alberga en Balcarce.
  Donington es lo más parecido a la Meca de la cuestión. Fundamentalmente porque, instalado en el reconstruido circuito inglés, Tom Wheatcroft reunió la mayor colección de monopostos del mundo. Coches de Grand Prix desde los años 30, impecablemente restaurados. Tiene el agregado de biblioteca y restaurante, llegando mucho más allá del Museo Donington, que cerca agrupa la producción de Leyland, Jaguar, Rover, Wolswley, los antiguos Riley, y el MG de Goldie Gardner, que entre 1934 y 1952 coleccionaba marcas mundiales. El de Stuttgart acapara a los pioneros del automovilismo, pegado a la fábrica Daimler; pueden ser repasados los modelos desde 1880 hasta los autos récord de los años 30. Tiene su catálogo; junto a la biblioteca, aguarda el restaurante.
  En Turín, el visitante se entretiene con el Museo dell'Automobile Carlo Buscaretti di Ruffia o se deleita con el Centro Storico Fiat, de la via Chabrera. En ambos casos, encuentra catálogo y restaurante. Pero si quiere deleitarse con los soberbios Mercedes y Auto Union de la preguerra, debe apuntar a Lucerna (Suiza), en la Lidostrasse, 5; contiene todas las formas de transporte sobre tierra, mar y aire. O al lago Neuchatel -también en Suiza- en el Musée de l'Automobile, con Bugatti 23 y 35, y respetables Amilcar 6Gs.
  Pero el de Balcarce -ahora con horario de invierno, de 11 a 18, todos los días- tiene los coches y trofeos de Fangio. Y las ofrendas del mundo. Microcine, biblioteca, boutique en constante crecimiento. Café. Y muy pronto, un catálogo modelo.
  Ese camino lo ubicará ordenadamente en una estación singular del tiempo. La del primer taller de Fangio. Como en punta de pie, usted podrá asomarse a un pasado de trabajo y constancia. La historia cuenta que su padre, don Loreto, con chasis de autos viejos improvisaba las vigas y que las chapas del techo serían conseguidas de noche, de una vieja casa abandonada en uno de los campos que entonces le ponían cerco a Balcarce.
  Ese taller es una obra de amigos; el que hace la rudimentaria carpintería es un amigo. Amigos son los que cavan la fosa en el piso de tierra. También amigos serán los que pacientemente iban a sumar moneda tras moneda hasta juntar los 80 pesos necesarios para comprar el más rústico juego de herramientas.
  Un Plymouth y un Buick de los años 30 esperan un turno eterno para ser atendidos. Por un momento, la vieja radio está apagada, esperando que Juan Manuel y sus amigos lleguen para el trabajo de cada día. vigila indiferente una morsa; un martillo duerme sobre los rayos de una rueda que se aprovecha de un viejo neumático para descansar, mientras que por la ventana la luz anaranjada del amanecer que está llegando, con timidez avisa que esa quietud puede desmoronarse estrepitosamente en cualquier momento. Es mejor disfrutar del lugar así. Lleno de silencio. El imponente silencio de los talleres de campo de los años 30 donde mecánicos intuitivos podían arreglarlo todo; hasta lo inconcebible.
  Se trata de un espacio recoleto que le acerca al visitante una imagen recuperada que tiene la muda elocuencia del artesanal trabajo que se hacía en aquellos talleres.
  Hay que hacer un esfuerzo para reubicarse después, en el tránsito del siglo, cuando en el país deportivo hecho de camino de tierra y sacrificio se instalaba la formidable bisagra de la Caracas, la carrera que servía, entre muchas otras cosas, para que América y el mundo tomaran nota de una cabalgata imposible que hubiera trastornado al propio Julio Verne.
  ¿Qué cosa pretendían aquellos hombre trepando desde la austral ciudad de Buenos Aires, camino de Lima, sorteando el mismo golfo de Guayaquil hasta entrar con la tierra aplastada de seis países, golpeando las puertas de Caracas? Eso, después de nutrir semejante odisea con flores de sangre que empezaban a brotar permanentemente en las soledades de Camargo y de Chicama, para siempre.
  El auto azul de Juan Gálvez con el distintivo número 9 demora esta caminata. A su lado, celosas de la misma gloria, hay otras máquinas de Fangio que nadie olvida. La Negrita, el Chevrolet del Gran Premio Internacional del Norte, el Volpi-Chevrolet que ganaba siempre. Están con el inolvidable Ford rojo de Oscar Gálvez, cuyo buscahuellas ilumina el pasado y allí descansa -al fin- el tributo que permitió a dos generaciones de la familia Risatti manejar un destino de velocidad y entrega.
  ¿Quiere ser espectador de todo aquello? Ahí tiene usted la notable composición que al lado de los pastos salvajes que quieren treparse al señalador de Balcarce, con el lodo que se apelmazaba contra las cubiertas, las máquinas embarradas de Fangio y Marcilla -el de Junín, eterno- cuando aquellos hombres antes que correr profesaban el respeto que habían aprendido de sus mayores. Cuando la herencia fundamental que un padre trasladaba a sus hijos era la del apellido inmaculado.
  Frente a la batalla de Balcarce que lo conmoverá, seguramente, se aceleran las pulsaciones porque el cuadro trasmite con la más absoluta fidelidad el vigor de aquellas notables carreras que miraba mucha gente y seguía todo el país. Es que todo el país corría con aquellos autos. Unos autos que hoy siguen corriendo. Y lo harán siempre.
  Cuando el país quedaba colonizado por aquella gente del Turismo Carretera, el Atlántico todavía era un mar ancho que a las intrépidas máquinas voladoras les costaba cruzar en cinco escales y 36 horas de monótono zumbido.
  Ese Atlántico imaginariamente quedaba atrás, con el puente del Alfa Romeo 3.8 -único en el mundo- que una lluviosa tarde de febrero de 1949, manejado por Oscar Gálvez -pintado de oro y azul-, hacía saber a todos que era posible ganarle a los maestros europeos.
  El Alfa 3.8 volvería al rojo primitivo que tenía cuando su funcionamiento era como una especie de alquimia casi imposible de desentrañar para muchos técnicos.
  El 3.8 sería pacientemente amasado por mecánicos argentinos, que al fin le sacaban sus secretos. Ese auto es el puente de plata que a usted lo introducirá en otro mundo maravilloso de la más atrevida y avanzada mecánica de la época.
  Europa. La Ferrari 166 de 1949, cuando la mañana de los domingos se quebraba en mil fragmentos celebrando cada nueva victoria del muchacho de Balcarce.
  Dos Simca, atrevidas abejas de los circuitos-parques de aquel entonces, cuando los mamelucos todavía se conocían de seda amarilla y los autos se lavaban con gamuzas que llegaban desde Suecia o Noruega. Y esos mismos autos se lustraban con las franelas que entraban de Francia, mullidas y cálidas. Y hasta la nafta tenía un perfume, porque cuando se trataba de combustible para correr, se nutría con mezclas que antes que material para motores de competición parecía el producto de extrañas combinaciones de brujos indios.
  Detrás de los Simca, una Maserati 250F. Como la que generó el Grand Prix más rico de la Fórmula 1 de todos los tiempos en el Nurburgring de 1957. Es una máquina para repasar largo tiempo; de imponente rodado. La gruesa bulonería abrocha cada pedazo de metal de aluminio; es que a más de 300 km/h no podía desprenderse nada de semejante proyectil.
  Aquella 250F creada en 1954, sufrida, noble, digna, iba a perpetuarse con el original de esta réplica; un cockpit amplio, generoso, con el cardán atravesado en cruz. Con la gloria a cuestas, como si tal cosa.
  Y después, la Flecha de Plata. Las máquinas plateadas deslumbraban al mundo entre mayo de 1954 y octubre de 1955; ellas se integraban con dos canales de vértigo que la minuciosidad alemana de la casa de la estrella de tres puntas dividía en el 196 R y el 300SRL. Fórmula 1 y Sport. Con una tarjeta final que abruma; tanto es su poder. Tanta su trascendencia.
  En el último piso del museo está el 300SRL de Avus. Una pista alemana que iba y venía como un rayo para desembocar en una alucinante curva peraltada que servía a los fotógrafos de placa y magnesio para conseguir documentos que resisten el avance de los años, asustando como asustaban entonces.
  Porque los autos parecían despegar del piso sacando de quicio a los ceremoniosos alemanes que acudían en familia para apreciar el grado de exquisitez alcanzado por su industria de competición.
  El 300SRL muestra su tapizado de delicada trama europea. Es todo un ejemplo de estudiado diseño aerodinámico que aún hoy roza la perfección. Si no se tratara de un auto de carrera, uno podría pensar que está admirando una obra de arte detenida milagrosamente en el tiempo.
  El 300SRL, inmutable gris acerado, alineado detrás de su estrella de tres puntas, está en el techo del museo, que conviene recorrer una y otra vez. Advirtiendo que progresivamente Fangio se acerca cada vez más a uno. Regresando con sus autos. Y sus infinitos trofeos. apoyado en el boato campesino, hecho de respetuoso homenaje.
  La memoria es como una vieja señora agradecida, reconfortada por ser necesaria una vez más y siempre. Permanece alojada en la casa grande de Fangio, en Balcarce. Es todo un milagro que hasta que sin guía se adivina, se comprende y se disfruta en el centro de otra paradoja.
  Semejante rey entre los príncipes del tumulto, nacido en Balcarce un lejano 1911, sigue vivo. No me atrevo a decir que esto puede interpretarse como una metáfora. Pienso que es agradecimiento hacia quien nunca creyó ser el mejor, aunque lo fuera.
  Cuando usted comprenda la densidad del sabio mensaje, comprobará que Fangio se encuentra a su lado.


Publicado en La Revista, La Nación, el 23 de mayo de 1999.