Fueron momentos opuestos, pero ambos se dieron en el mismo mes: octubre; en 1951, el quíntuple campeón mundial obtuvo su primer título, y 30 años después, Reutemann vivió su gran frustración en Las Vegas. En común, Juan Manuel Fangio y Carlos Alberto Reutemann tienen unas cuantas cosas. Los dos son de pueblo chico. Algo así como una señal identificatoria de origen. Como un certificado de procedencia auténtica, que tanto puede asegurar que los príncipes del tumulto más encumbrados suelen tener una cuna rústica como, después de sus carreras, desprenderse de los ruidos deportivos para perfeccionar más, todavía, sus personalidades.
Los dos tienen una trayectoria que clausuran, cuando deciden dejar de correr, con dos competencias en el año de la despedida. Fangio suma siete temporadas completas, cuando el promedio de GP por año llegaba a las 7 confrontaciones, término medio. Reutemann acumula diez ejercicios densos, cuando la F. 1, distinta de la primera década de la velocidad, orillaba algo más de 14 GP por año. Un idéntico remate de exposiciones con casco y guantes. Fangio, en 1958; Reutemann, en 1982. A mitad de camino los dos... Pasando el tiempo, la rigurosidad de la categoría se duplicaba. El punto de inflexión puede generar la posibilidad de una moraleja que no pontifica. Con los años se correría el doble y se ganaría diez veces más. O cien veces, vaya uno a saber. Pero con una moneda que, paradójicamente y en una de esas, no servía tanto como aquella de la suma inferior que posibilitaba comprar mejor. Pero es conveniente dejar la economía a un lado y avanzar en otros paralelismos de las dos vidas. Fangio empieza a correr casi a punto de llegar a los 40 años, como habiendo soñado antes lo que Alberto Cortez cantaría más tarde. Como para empezar los nuevos cuarenta. Reutemann dejaría de correr (días más o menos) a los 40. Como abandonado la primera mitad de una vida a la que se había entregado en cuerpo y alma durante más de dos décadas, corriendo siempre. Y no cesan las analogías, porque los dos corrieron para cuatro marcas, también. Fangio, cuando los contratos podían firmarse en blanco: cuando el corredor confiaba en la fábrica que lo contrataba. Y existía de por medio el derecho de partida. Y era corriente la difusión de las listas de premios. Y hasta era posible la oferta del hombre de negocios, convertido en improvisado agente de ventas, dispuesto a pagar "tantas liras por carrera ganada". Como le ocurría al balcarceño al ganar casi todos los domingos, acorralando involuntariamente el aceitero con el desembolso de muchas más liras que las que aquel había pensado pagar jamás. A la vuelta de tres décadas, los contratos se iban a transformar en imponentes tratados rigurosos con más de 200 artículos florecidos de incisos y brotados de apartados, que era menester leer con mucho cuidado y poniendo la mayor atención porque en el supuesto caso de una separación, sólo iba a ser posible alcanzar la libertad después de prolongadas deliberaciones, debiendo devolverse muchas veces gran parte del dinero cobrado antes. Y a veces, hasta empeñando el futuro. Y si no, que Reutemann recuerde cuánto le costó desembarazarse de la maraña de su sociedad con Ecclestone para poder firmar con Ferrari, después de muchos amaneceres discutiendo, palabra por palabra, el inciso de un apartado de cualquier artículo... Lo de las cuatro marcas de uno y otro, en algún caso combina hasta en la casa. Fangio arrancaría firmando en blanco para Alfa Romeo, porque aquella era la mejor forma de ganar un lugar al sol. Y después, lo de correr para "el tridente" respondería a la lírica amistad que Juan tenía con los hermanos Maserati. Un auto que usaba siempre que le era necesario. Y con cuyo modelo 250F protagonizaría la página más imponente que la Fórmula 1 escribió en el siglo XX. Más tarde, una combinación con la estrella de tres puntas iba a consentir la unión del corredor perfecto con una máquina irrompible, para seguir la tempestuosa relación con Enzo Ferrari durante un año. Y no más. Eso, antes de volver al "tridente" para encontrar que la vida era otra. Y las carreras, también. Reutemann, a favor de una inteligente acción que por aquel entonces sabía desplegar el Automóvil Club Argentino, ingresaba en Brabham, después de curtirse en las batallas de la F. 2, cuya obra magna –tan rica como la de la misma hermana mayor de aquel entonces– está por escribirse, todavía. Hasta llegar, convocando de urgencia, a Ferrari con otro contrato por firmar el lunes. Para vivir la presión hecha porfía con una prensa que no perdonaba. Y que pretendía resultados, aunque no se dispusiera de la máquina para alcanzar esos resultados. Levantando la estructura de una imponente paradoja: preparar "la rossa" para que un piloto sudafricano –Jody Scheckter– fuera campeón. Después, ver tapado el sol por la sombra negra de la nube de un coche inglés, con otros pergaminos que exponía una trayectoria matemáticamente condecorada cada cuatro años con el fracaso. Y ese cuarto año de la cuarta vez le tocaría a Reutemann padecer con Colin Chapman. Con Mario Andretti y con el Lotus. Demasiado. Al fin, el Williams. Y el nuevo desencuentro con el duro granjero Alan Jones. A favor de la indiferencia descuidada de Frank. Ferrari. La misma Ferrari es otro punto de encuentro entre los dos pilotos, con el tremendo hueco de tres décadas de intervalo. Los dos fueron pilotos del "commendatore". Lo que es decir de la casa más legendaria del mundo, la más importante, la de mayores pergaminos. Esa casa, en algún momento, solicitó los servicios de uno y otro. Un aval que a muy pocos alcanza. Hasta que los caminos se bifurcan. Es en un octubre. Que hasta en el mes, coinciden. Octubre. La bifurcación es en la estación terminal de un año de carrera. Uno –Reutemann– viviría un 17 de octubre, hace poco más de veinte años, la gran decepción de su vida. Cuando todo parecía estar al alcance de sus manos, la gloria escapaba como un resbaladizo jabón. El otro –Fangio– conseguía, un 28 de octubre, hace casi medio siglo, en el romántico paseo catalán de Pedralbes, a la vista de Barcelona, el primero de sus cinco títulos. Lo que también los iguala, para nuestro orgullo, son sus orígenes. Son dos argentinos que corrieron en F. 1. Y que en materia de dignidad, conducta y señorío, también fueron exactamente iguales. De lo mejor. Publicado en La Nación, el viernes 26 de octubre de 2001. |