Correr en el Infierno
El calor calcinaba aquel verano del '55


  Dos circunstancias notables de la carrera más agotadora, que alguna vez se corrió en el Autódromo de Buenos Aires. Fangio y Mieres, durante toda la tarde. Y una desobediencia.

  Cuando Juan Manuel Fangio repasaba sus victorias en el Autódromo, la conquista de 1955 le imponía el preámbulo de un silencio.
  Es que su memoria, al retroceder para buscar aquella imagen del 16 de enero, lo colocaba en el desfiladero de una situación única, multiplicada por dos.
  La primera sería la sensación de volver al infierno. De atravesar aquel escenario en el que únicamente tendría la compañía de Roberto Mieres. Los únicos dos competidores que no abandonarían sus asientos, mientras parecían condenados a ser calcinados por un sol de bochorno y un calor impiadoso, que quería frenar a las máquinas para que la pista quedara desolada por tanto fuego.
  La segunda iba a ser la confesión de su única desobediencia a un director de equipo. La historia comenzaría el viernes 7, cuando al francés Jean Behra y a sus infinitas fracturas, se les permitiría probar su Maserati. Al día siguiente, lo acompañarían Ascari, Villoresi y Castelloti.
  El lunes sería el turno de Mercedes. Dos coches plateados en la pista; primero Kling; después, él. Más tarde, otro alemán, Hermann.
  El público se divertía con la información que por los altoparlantes, le decían que cada vez los hombres y las máquinas marchaban más ligero.
  El sábado, José Froilán González (Ferrari) hacía el mejor tiempo, con 1m 43.1s (136.610 km/h), seguido por Ascari y Fangio, quienes compartían el segundo lugar.
  El domingo nacía abrumador. A la hora de largarse la carrera, el sol era de desierto. Se acababa inmediatamente toda clase de líquidos en la tribuna, antes de comenzar la prueba.
  En la pista, la estrategia era una señora que coqueteaba con el argentino, astuto para dominarse en medio del infierno que sumaba al calor del circuito, el fuego de la máquina trabajando a paso forzado.
  Insolado, Ascari se despistaba, golpeando contra tres postes de alambrado, volteándolos. Paraba Froilán, para que otro se hiciera cargo de su máquina. Fangio ordenaba su avance, haciendo cada vuelta como si fuera la última de la carrera. "Me imaginaba estar en la nieve, para no sentir el calor. Para distraerme. únicamente al fondo de la recta disponía de un pequeño respiro y hasta ese lugar lo aprovechaba para volver a acomodarme mejor en el asiento de la Mercedes, un coche bárbaro, que no se rompía nunca".
  Paraban casi todos. Los pilotos se bajaban, deshidratados, fundidos y buscaban recuperarse. Se tiraban en el box. Tomaban aire y volvían a salir, cuando podían.
  Se hacia el silencio absoluto cuando la Mercedes de Fangio se detenía; Neubauer aprovechaba para cambiar las cubiertas, mientras el piloto se hacía un buche con un poco de agua que también estaba caliente. "Entonces sentí que Neubauer me decía que si estaba muy fatigado, le diera el auto a Stirling Moss. Cómo iba a dárselo? Tenía la victoria al alcance de la mano. Y un poco soñando y otro mucho sufriendo, completé la distancia y gané aquella carrera". Desobedeciendo por única vez en su vida.
  La historia del Gran Premio de la Argentina no recuerda nada igual. Los europeos decían que Fangio era un superhombre. En realidad, Fangio construía aquel bendito año, una imponente figura. Superior a todas las otras. Por entradas se recaudaban 2938755 pesos. Una fortuna.


Publicado en La Nación el martes 8 de abril de 1997.